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LA BIEN QUERIDA


Abel Manso inconscientemente se detuvo. Llegó a la casa donde  había vivido  con la mujer que amaba y de la cual se había separado. Se quedó inmóvil en el auto.  Perdió la noción de cuántas horas habían pasado. 
Empezó a recordar las escenas del  día anterior. 
“La bien querida” como  le gustaba llamarla,  seducía descaradamente  a un cliente que había llegado unos minutos antes que él, al Banco. En otras ocasiones se habían reiterado las mismas actitudes.  
Claro está, ella ni siquiera   había visto a Abel, quien percibió por unos segundos los movimientos de los labios del cliente. Parecían decirle palabras muy sensuales. 
Ella extrajo de un bolsillo  de su chaqueta una tarjeta que  a  criterio de Abel, tenía preparada. El hombre la aceptó y con una sonrisa socarrona se despidió de ella. 
A Abel no le gustó la sonrisa  de aquel hombre ni los gestos irónicos que estaban incrustados  como una máscara en  su rostro. El malestar  lo invadió, y aunque  no era la primera vez que veía esa escena,  se juró que sería la última. Se ensañó con ese individuo de tal manera que ya no supo qué trámite tenía pendiente.
Entonces siguió al hombre. Sintió cómo se le revolvían las  vísceras,  generándole un repudio doloroso,  asqueante  y tardío.
Llevaba un paso de ritmo  rápido. Pero Abel  Manso de todos modos pronto lo alcanzó y caminaron casi juntos sin que el hombre se diera cuenta. Entró en un  viejo parking de la “Ciudad Vieja”. 
Abel Manso pensó que era el momento justo para acabar con  la historia originada en la tarde. Ese hombre lo había sacado de quicio y tan sólo de pensar que se encontraría con su ex-mujer, le repugnaba la idea.
Él siempre había sido un hombre tranquilo y cumplidor con su trabajo. Nunca fue violento, aunque hubo muchas veces  en que  los celos lo volvieron  loco.  
Tenía muchos compañeros dentro del Banco, pero  Luisito  era su verdadero amigo. Habían compartido desdichas y felicidades desde la niñez. Se habían jurado que siempre  uno confiaría  en el otro. Pero  Abel esta vez no cumpliría con la lealtad  prometida.
Guardó toda la ropa que llevaba puesta, dentro de una  bolsa para residuos. Siempre había una en el auto. «No  tiraba ni  una sola hoja de papel  por la ventanilla». La introdujo en su mochila. Bajó del auto semi-desnudo y descalzo, sin sentir el frío.
Cuando abrió la puerta de la casa, lo primero que pensó fue en encender la estufa a leña, porque  la noche otoñal lo ameritaba. Se sirvió un whisky  y se sentó frente a ella. Pensaba en todo lo sucedido, algo intranquilo.   
Esperó que las llamas despidieran  su calor  más intenso, para asegurase  el momento  oportuno de tirar la bolsa al fuego y  así  se consumirían  los rastros de ADN y todo terminaría.
Cuidó hasta el final las cenizas que habían  cubierto el hogar de la estufa. Las enfrió con agua. Las recogió para tirarlas  por el  desagüe  del baño.
Esa noche no durmió, ni las noches que siguieron. Sólo pensaba que ella continuaría esperando tal vez la llamada o visita de ese hombre. Y que él nunca llegaría. 
Se rió. Se rió mucho. Pero después lloró… lloró y lloró, hasta altas horas de la madrugada. Se adormeció por un rato, pero cuando despertó… despertó   desquiciado. Saltó de la cama, buscó ropa adecuada y partió hacia su trabajo. Al menos de algo estaba seguro: llegaría tarde.
Su amigo Luisito le preguntó que le había pasado. Él le respondió que se había dormido. Entonces Luisito le dijo: -¡Tenés una cara de loco, como si hubieras matado a alguien! Abel sintió una punzada en el pecho. Pero se repuso de inmediato. Sintió ganas de contarle lo sucedido, pero lo quería demasiado. El lazo de amistad de toda una vida era tan fuerte que temía perder a su amigo para siempre. Se conocían desde niños.
Pasaron los meses y empezaron a molestarle las imágenes que invadían su mente. A veces se detenía a propósito en la entrada de una iglesia. Pensaba que podría confesarse, y sacarse el peso… porque él era muy católico. Pero así como entraba, salía.  No hablaría del tema ni siquiera con un cura, aunque él sabía que sería confidencial pero que a la vez, lo induciría a entregarse a la policía. 
Los años transcurrieron y el expediente  de aquel terrible hecho, fue archivado. Él también archivaría para siempre su acto despiadado. Al menos lo intentaría. Cada vez que hablaba con  Luisito las imágenes volvían a su mente, tal vez para animarlo a que le contara o para castigarlo por su silencio. Siempre  le caía una lágrima de cada ojo. En más de una oportunidad le había preguntado por qué lloraba  y le pedía  que le contara su pena.
Para Abel  había dos palabras que no podían  aflorar  «asesinato  y muerte»  Raspaban  demasiado su garganta. Le producían un dolor  tan intenso que le  causaban  una  sequedad continua en la boca. 
Abel sólo deseaba que Luisito no se enterara de lo que él nunca le contaría.  No quería perder  a su amigo. Por un momento se vio a  sí mismo, confesándole que él era un asesino,  un cobarde y que no había respetado el juramento que se hicieron desde niños. 
El silencio lo asediaba algunas noches y a veces lo volvía demasiado peligroso.
                                                           
                                                                                 Ana María Freire 

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